Últimamente he hecho un descubrimiento: Podemos soportar que las cosas no salgan como queremos, nos costará más o menos gestionarlas, se nos podrá hacer más fácil o más difícil, hemos de tener presente que la vida es más sabia que nosotros y que, al final, las cosas son como deben ser. En cambio, lo que no podemos soportar es vivir sin ilusión o esperanza.
Estamos en un momento complicado, en el que la gente tiene tendencia a apartar los sueños y a tacharlos de “irreales”. En los últimos meses seguro que a todos nos han pasado cosas que nos han puesto tristes y otras cosas que nos han puesto alegres. No obstante, ni unas ni otras tienen que hacer mella en nuestra capacidad de soñar y de creer que dichos sueños pueden hacerse realidad.
Podemos tener la sensación de que nuestro entorno a veces nos mira con una mezcla de pena y compasión, pensando algo así como “pobrecilla, tiene puestas sus esperanzas en algo irreal y se va a pegar un gran tortazo”. Con toda su buena intención, algunas llegan incluso a decírnoslo –supongo que creen que eso nos ahorrará disgustos-.
Frente a esto es NECESARIO tomar la firme decisión de no escuchar palabras negativas. No porque queramos vivir en un mundo irreal sino porque nadie puede saber lo que sucederá y, puestos a elegir entre todas las posibilidades de futuro, siempre hemos de preferir darle alas a la positiva. Si, después, las cosas no salen como a nosotros nos gustaría, ya nos ocuparemos entonces de recomponer nuestros sueños o incluso de crear nuevos.
Hemos de negarnos a pensar que hay cosas imposibles, que los sueños no se hacen, a veces, realidad, o que el amor no triunfa por encima de los miedos y las tristezas.
«Si lo puedes imaginar, lo puedes lograr»
(Albert Einstein)
En relación con todo esto, hay una pequeña historia que me gustaría compartir:
“En una tarde nublada y fría, dos niños patinaban sin preocupación sobre una laguna congelada. De repente el hielo se rompió, y uno de ellos cayó al agua. El otro agarro una piedra y comenzó a golpear el hielo con todas sus fuerzas, hasta que logró quebrarlo y así salvar a su amigo.
Cuando llegaron los bomberos y vieron lo que había sucedido, se preguntaron: “¿Cómo lo hizo? El hielo está muy grueso, es imposible que haya podido quebrarlo con esa piedra y sus manos tan pequeñas…”
En ese instante apareció un abuelo y, con una sonrisa, dijo:
—Yo sé cómo lo hizo.
— ¿Cómo? —le preguntaron.
—No había nadie a su alrededor para decirle que no podía hacerlo.”
CAROLINA SIMÓN VALENCIA